INCIDENTE EN LA PATAGONIA
FRAGMENTO DEL CAPITULO XIV
Alicia se acercó a la ventana. El lago, intensamente azul en el claro día invernal, se veía entre la línea de pinos que decoraban el cantero en el centro de la avenida costanera.
Sintió un leve roce, y tuvo la sensación de que alguien había abierto o cerrado una puerta muy despacio.
Se volvió inmediatamente esperando ver a un voluntario del festival pero frente a ella, de espaldas a la puerta y mirándola sobrador, estaba el hombre del Falcon verde.
–Hola, qué tal–, dijo el hombre con el gesto que siempre tenía cuando hablaba con ella y que Alicia pensó debía ser su sonrisa. Él parecía divertido–. ¿No te alegrás de verme?
–¿Usted? ¿Qué hace aquí?–, se escuchó decir sin pensarlo. Su inesperada aparición tuvo el efecto de siempre en ella: la sensación de estar frente a una alimaña.
Él siguió hablando.
–Andaba por la recepción y me enteré de que estabas esperando para hacer un par de reportajes.
Alicia no creyó que su presencia fuera casual, pero la sorpresa la había desconcertado al punto que todavía no sabía cómo reaccionar. Sintió una vaga nausea y apoyó la mano derecha en el respaldo de una de las butacas que rodeaban la mesa, tratando de recuperar el control, no sabiendo qué sucedía exactamente. ¿Por qué estaba este hombre allí? No tenía ningún sentido. Pero estaba segura de que no podía permitirse demostrar animosidad. Este despreciable individuo tenía tal vez la vida de Susana en sus manos y en su poder el sobre con el dinero que habían reunido tan penosamente.
Hubo un silencio embarazoso, durante el que ella lo miraba, tratando de recuperarse, mientras él lentamente cambiaba el gesto soberbio y atropellador por uno que se aproximó bastante a una sonrisa.
–Creo que tenemos una media hora, más o menos–, y se aproximó hacia la mesa. Ella, aún a la distancia, retrocedió un paso instintivamente, moviendo hacia atrás la silla con ruedas que cedió fácilmente bajo la presión. Sintió vergüenza por el efecto intimidador que él ejercía sobre ella.
El hombre se quedó quieto, a tres o cuatro metros y el perfume de la loción para después de afeitar, indeleblemente grabada en el cerebro de Alicia desde aquel primer encuentro le llegó empujado por el tibio aire del acondicionador.
–Sí, tengo entrevistas con Ayala y Bemberg–, dijo ella, con una voz que salió razonablemente calma, considerando el esfuerzo que estaba haciendo–, el ayudante me dijo que un representante del festival quería hablarme en esta salita...
–Ya sé–, dijo él, con una inclinación de cabeza y un chasquido de la lengua–. El asistente está ocupado y parece que Ayala está atrasado con las entrevistas de hoy–. Fingió un gesto como de disculpa–. Igual, ya que vos estás aquí, ¿por qué no aprovechamos este tiempo libre para charlar un rato?
El acento del noroeste era más marcado cuando él hablaba bajo y trataba de ser amable. Alicia tragó saliva y se esforzó por disimular que estaba haciendo tiempo para decidir qué hacer.
–Estoy seguro que me vas a aceptar algo para tomar–, dijo, y levantó el teléfono que estaba sobre la mesa–. ¿Qué te gustaría?
Él estaba al mando. Alicia no se había movido todavía y él acercó una silla, la giró de frente pero quedó de pie. Se decía mientras tanto que debería reaccionar de alguna manera, decir algo, porque más tarde se arrepentiría de no haber actuado, pero en ese preciso momento no se le ocurría nada. Estaban parados frente a frente por primera vez, al mismo nivel. Ella notó que él no era tan alto como le había parecido, y tampoco tan macizo, en este suéter de lana liviano. Era evidente que estaba acostumbrado a dominar la situación.
–Alicia–, dijo, autoritario, señalando la butaca en la que ella se apoyaba–, tomá asiento por favor.
Si es que él temía que ella quisiera irse, estaba equivocado. No antes que él explicara por qué Susana no había salido libre todavía, si había recibido la plata, y por qué ella no había escuchado nada en tanto tiempo. Estaba tensa, sí, y hasta sentía odio, pero no le temía como para huir.
–Ponete cómoda, vamos–, insistió, levantando el teléfono – yo pido un whisky, ¿qué te pido?
–Whisky y soda–, murmuró ella, ganando confianza. Un trago de alcohol la iba a ayudar a recomponerse. Tenía unas mentas en la cartera, iban a disimular el aliento a bebida durante las entrevistas. Caminó alrededor de la butaca y se sentó. A pesar de su esfuerzo, el hombre la intimidaba, sólo con su presencia y ella lo odiaba por eso. Él movió la cabeza, complacido de que al fin aceptara sentarse donde le dijeron.
–Un whisky doble y uno simple con soda, por favor–, pidió. Estaba acostumbrado a ladrar las órdenes, aun cuando las pidiera por favor. Ella fingió acomodar el portafolio.
Estaba tentada de sacar un cigarrillo pero cambió de idea. Él no fumaba al parecer, y no quería que la retara o le dijera algo humillante al respecto. ¿Qué era? ¿Militar, o de un servicio secreto? Actuabacomo un matón. No era en absoluto como los militares para los que ella había trabajado pasando a máquina documentos para hacerse unos pesos en su época de estudiante. Aquellos oficiales eran caballeros, cultos, nunca fuera de lugar. No le sorprendió que no se identificara con quien atendió en el bar, tal vez sabían que él iba a llamar.
Cuando colgó el auricular giró la butaca que estaba al lado de la de ella y se sentó, mirándola de frente, el brazo derecho sobre la mesa, y los dedos tamborileando sobrela brillante madera laqueada, casi sin emitir sonido. Alicia notó que tenía unas manos cuidadas, y llevaba puesto un anillo de oro de sello grueso y ostensible, con unas iniciales grabadas.
–Me imagino que tendrás preguntas para hacerme –dijo él, y se quedó en silencio, esperando.
–La verdad es que sí, tengo un montón de preguntas –respondió, decidida. Tuvo esperanzas, ahora él iba a explicar todo. Se imaginó volviendo a casa y contándole a Sergio lo que le dijera, y cómo todo se había aclarado. Él también se sentiría aliviado porque todo tendría una razón lógica y clara.
–Lo primero que quiero saber es si usted recibió la plata que dejé en Piedra del Águila–, dijo ella con voz firme–, era una cantidad que nos costó mucho juntar.
–Lo que pasa es que la plata no era para mí–, dijo él rápido, con un gesto–, pero no te preocupes, yo sé que llegó a las manos que debía llegar.
Ella no se atrevió a preguntar a manos de quién.
–Entonces, ¿por qué no soltaron a mi amiga? –Preguntó con angustia en la voz, y dijo mi amiga, incapaz de pronunciar el nombre de Susana frente a esta alimaña, porque hubiese sido irreverente, un insulto a todo lo que ella sin dudas estaba sufriendo en algún lugar–. ¿Por lo menos sabe cuándo la van a dejar ir?
–Bueno, no exactamente, no soy yo quién decide. Soy sólo un mensajero en esto, si yo tuviera el poder, la habría soltado hace rato.
–¿Y ahora, qué? –Las lágrimas empezaban a amenazar y ella no quería llorar frente a él, no era momento de mostrar debilidad–. ¿Qué piensa hacer?
–Yo hago lo que puedo, creeme. No es fácil–, se movió en su asiento, inclinándose hacia adelante, puso los codos en sus rodillas y cruzó las manos en frente. La miró a los ojos–. En Buenos Aires están pasando muchas cosas, y parece que tu amiga estaba metida en problemas graves–, hablaba despacio. Ella se sentía incómoda.
–No entiendo, ¿qué tipo de problemas?
–Seguro que tenía amigos subversivos. Esos terroristas están en todos lados… y si la detuvieron, por algo ha de ser –lo interrumpió un golpe discreto en la puerta y él se levantó, abrió, y dejó entrar al mozo que llegaba con las bebidas. El muchacho puso los vasos sobre la mesa, y le pasó un vale que el hombre firmó y devolvió con una propina. Después siguió al mozo y cerró la puerta con llave detrás de él. Volviéndose hacia Alicia dijo, sonriendo:
–Es mejor así, no queremos que nos molesten, ¿no?, tenemos poco tiempo antes del primer reportaje–. Se sentó otra vez, moviendo la silla más cerca de la de ella.
Alicia estaba entre incómoda y avergonzada, sin poder explicarse la razón, pero era como si la escena tuviera un carácter surreal. El hombre la hacía sentir mal, no importaba qué hiciera o qué dijera, percibía una sensación de inminente peligro bajo la superficie calma. Ella lo adjudicó al recuerdo de aquella noche, cuando la había humillado y tratado con prepotencia, con esa forma canchera y atropelladora.
Él le tendió el vaso y después tomó un trago. Parecía estar tratando de retomar el hilo de la conversación.
–Mirá, vos sos una chica joven y tu amiga de Buenos Aires también es joven y a esa edad uno tiende a ser impulsivo, hacer cosas que después, cuando madura y pasan los años, se da cuenta de que eran errores.
–¿Cosas? ¿Qué cosas? –preguntó ella y tomó un traguito de su bebida, agradeciendo poder disipar la sequedad de su boca, mientras esperaba una respuesta. Él parecía satisfecho de haber entablado una conversación.
–Como por ejemplo creer en causas políticas que son boludeces, inventos, influenciados por ideas foráneas–, él hablaba con un tono didáctico. Alicia se sintió ofendida por lo que decía pero no iba a caer en la trampa de discutir con este tipo sobre política. Para su sorpresa, él siguió adelante, ahora con la voz cálida y convencida, como si sus propias reflexiones lo inspiraran más y más. Alicia no prestaba atención a sus palabras.
Tenía clavado los ojos en los de ella y ella notó que eran de un color verdoso, y que las facciones huesudas de su cara delataban un toque de sangre indígena andina, mezclada con la europea. Trató de concentrarse en lo que le estaba diciendo con tanta vehemencia:
–...y entonces como resultado, tienen que usar una mano fuerte. No hay otra forma, vos entendés eso, sos una mujercita piola–. Dejó de hablar y le sonrió, satisfecho. Ella todavía lo miraba a la cara, fascinada por la certeza de esos ojos y del tono de su voz.
Cree realmente en lo que me está diciendo, se dijo Alicia, cree en esta historia porque le conviene creerla, porque aunque sea un pez pequeño en la cadena de comando, siente que el mensaje es la verdad absoluta para él y claro, tiene que serlo para el resto del mundo también.
Sin pensar, hizo un gesto afirmativo con la cabeza y sorbió otro trago de whisky.
–Puede que tenga razón–, dijo, avergonzada de la mentira, y bajó los ojos, incapaz de mirarlo a la cara. Por otra parte, ella debía irse en ese momento, porque había pasado suficiente tiempo. Miró discretamente al reloj pulsera. Increíble, habían pasado solo quince minutos desde que entró a la salita de conferencias. Lo miró de frente–: Pero todavía no ha contestado a mi pregunta. ¿Cuándo la van a dejar salir?
–¿Ves? ¿Ves cómo la gente se entiende cuando habla?–, dijo él con entusiasmo, ignorando la pregunta, y tomó un trago del vaso y sólo dejó el hielo. Ella sí necesitaba tomar el suyo, si iba a mantener la calma. Él continuó:
–Yo estoy seguro de que la mayoría de la gente joven que se convierte en criminales tienen mala guía, no tienen un buen modelo para seguir, o les lavaron el cerebro. Las universidades están llenas de profesores zurdosque les llenan el bochode ideas comunistas.
Ella no dijo nada. No sabía qué decir. No lo quería contradecir, tampoco, era evidente que ella estaba allí para oír, no para hablar. Tenía que dejar la habitación, lo antes posible. No iba a conseguir ninguna información. Estaba por levantarse, cuando él inesperadamente extendió sus manos y tomó las de ellas. Alicia hizo un gesto, retrocediendo, pero él las mantuvo firmes entre las suyas, y presionando levemente hacia él. Alicia se estremeció, sin saber qué hacer. Él era demasiado fuerte como para resistirle. Trató de mantener una apariencia calma y serena. No podría huir, aunque quisiera.
–Tenés las manos frías, y delicadas–, dijo, acariciándolas. Alicia tuvo que contener una mirada de asco, que sabía la iba a traicionar si lo miraba alos ojos, aunque no pudo reprimir el estremecimiento de rechazo. Debía haberse ido antes, se dijo con reproche–. Dejame que las entibie un poco–. El acento sonaba meloso y ella contuvo un escalofrío.
Entonces comprendió con claridad qué era toda esta puesta en escena. La reunión social tenía un evidente propósito. ¿Cómo es que no se dio cuenta, cómo no lo había visto venir? Él dijo que el costo iba a ser en plata y en algo personal y esto era lo personal, ésta era la mitad del precio a pagar.
Mientras contenía el asco que le daba el contacto con la piel del hombre, decidió que si eso era lo que debía hacer para salvar a Susana, iba a hacerlo, iba a saltar al agua y nadar por su vida, en estas aguas asquerosas y contaminadas, e iba a llegar del otro lado, salir, y abrir la puerta para llevarse a su amiga con ella. Hubo un breve instante de horror ante lo que había decidido pero lo rechazó, resuelta.
–¿Me dejás entibiarte las manos, así? – preguntó el hombre, insistente.
–¿Tengo alguna alternativa? – dijo, no pudiendo contener la pregunta.
–Siempre hay alternativas–, respondió él, aflojando la presión. Ella no se movió–. Te podés ir ya, si eso es lo que querés–. Ahora los ojos del hombre se clavaron otra vez en los de ella, que trataba de contener la náusea–. Te abro la puerta yo mismo, si me lo pedís, creeme. Pero yo quiero que te quedes. Aunque es tu decisión, claro.
–Me quedo–, dijo ella, tragando su orgullo, temblando de los nervios y conteniendo el asco–. Pero quiero que usted cumpla con su parte del trato. Necesito que mi amiga salga libre.
Alicia se puso de pie, sin dejar de mirarlo. Él le sonrió, sabía que estaba apresada y lo estaba disfrutando. Ella dijo, llena de rabia:
–Usted cumpla con su parte del trato, eso es todo. Es todo lo que pido. Prométalo.
–No, Alicia, las cosas no son así, como vos las pintás. Pero si eso te hace sentir mejor, ¿cómo te voy a convencer yo? –dijo, poniéndose en pie, con voz melosa y ahora ella lo miraba con el rostro levantado, desafiante:
–Quiero a mi amiga libre, ¿entiende? –pero la voz sonó más temblorosa de lo que hubiese querido.
Él se encogió de hombros, y sonrió, con una sonrisa de conocedor, sobrándola. Con la mano izquierda le levantó la barbilla muy despacio, de una forma que le revolvió el estómago.
–A ver, déjeme ver esa boca–, murmuró con la voz en un tono más grave, inclinando la cabeza hacia ella, mientras que con el brazo derecho le rodeaba la cintura.
Alicia se sentó en el borde del amplio sofá, a donde en algún momento el hombre la había llevado. Él estaba parado cerca de ella, vistiéndose, y desde su superioridad le echó una ojeada satisfecha, mientras se acomodaba la camisa dentro del pantalón.
Ella comprendió en ese momento que el dolor que muchas veces sentía subiéndole desde las entrañas era odio puro. Una poderosa, arrasadora revulsión hacia el poder humillante que ejercían hombres como este sobre ella y sobre todos los que los rodeaban.
Respiró hondo, tratando de controlar las lágrimas que pugnaban por salir, y frenar la apremiante necesidad de gritarle todo lo que pensaba de él, ahí, en su cara. Estaba temblando.
Trató de calmarse diciéndose que este era el último pago del rescate de Susana, se repitió a sí misma una y otra vez, como lo hizo cuando el hombre la había abrazado, y también después. Desde este momento, ese ser despreciable debería cumplir con su parte del pacto.
Ahora el hombre estaba de espaldas, ocupado en dar vuelta su suéter de lana al derecho. Ella alzó la cartera que había caído cerca del sofá y sacó un pañuelo de mano, limpiándose las piernas, sollozando, y de alguna manera se enjugó, avergonzada, sin saber qué hacer con el pañuelo ahora mojado y pegajoso. Encontró una hoja de papel doblada con un domicilio y lo abrió, envolviéndolo en él, y lo puso en la cartera. Manoteó unas servilletas que estaban en la mesita y, apresurada, terminó de secarse. Sintiendo una profunda humillación recogió su ropa interior y se vistió. Él, era evidente que se estaba demorando, de espaldas, para que ella terminara.
Finalmente, se sintió calmada como para romper el silencio:
–¿Cuándo voy a saber de mi amiga? ¿Cuándo la van a dejar salir?
Él levantó los ojos del cinturón de cuero que estaba ciñéndose.
–Honestamente, no sé. Pronto vamos a saber. Estoy seguro. Quedate tranquila.
–Estamos esperando, todos, los padres también.
–Ya sé–, dijo, mientras se acomodaba el pelo con las dos manos, y caminaba hacia ella. Alicia hizo un instintivo gesto hacia atrás, pero él alcanzó a tocarle la mejilla apenas.
–Tímida pero deliciosa. Lo supe desde el primer momento. Tengo buen ojo para la calidad.
Entonces ella sintió la náusea bien marcada y tuvo miedo. El estómago iba a jugarle otra mala pasada. No quería descomponerse frente a él. Respiró hondo para aflojar los nervios, y terminó de vestirse.
–¿Ya estás lista? – preguntó él, preparándose a salir.
–Deme un minuto–, pidió, y él esperó hasta que ella se abrochara la falda. Después caminó hacia la puerta y giró la llave.
–Adiós– dijo sin más comentarios, cerrando la puerta tras de sí.
Ella se sentó nuevamente en el sofá, y miró la hora en el reloj pulsera. Habían pasado cuarenta y cinco minutos desde que entró por esa puerta. Durante ese tiempo nadie golpeó o trató de entrar. Era extraño, considerando la actividad del festival y la cantidad de gente en el hotel. Este encuentro debía haber sido arreglado desde mucho antes.
Se sentó en la mesa y se arregló un poco la cara con unos toques de maquillaje y lápiz labial y se peinó. Las manos le temblaban. Tragándose las lágrimas, intentó calmarse para salir. Se puso el saco del trajecito, alzó el portafolio y el tapado de lana de una silla, y con paso lento e inseguro dejó la salita de conferencias, mientras la sensación del estómago revuelto se incrementaba. No podría ir a ninguna entrevista, ahora estaba segura. Con las piernas flojas y haciendo un esfuerzo, se acercó a la jovencita que estaba tras la mesa de recepción.
–Por casualidad, ¿me habrán llamado ya? Tuve que dejar el hotel por un rato–. La muchacha preguntó otra vez por su nombre y controló sus papeles.
–El señor Ayala se va a demorar un poco más, quince minutos, creo. Los de la tele están con él, y ellos ocupan todo el tiempo disponible, como siempre–, dijo como justificándose–. ¡Estamos tan atrasados!
Alicia asintió.
–Tengo que cancelar esta entrevista si no consigo que venga otra persona. Me tengo que ir, me siento mal–. La muchacha retrocedió un poco, alarmada–, creo que tengo gripe, o algo así. Ahora llamo para que alguien me remplace.
–Claro, claro, vaya nomás. Está muy pálida, señora–. Parecía aliviada al verla partir.
–¿Los baños? –alcanzó a preguntar por lo bajo Alicia, conteniéndose. La jovencita le indicó el hall, y ella salió corriendo, esquivando grupos de gente en el pasillo, con la mano sobre la boca.